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"Maestra mía" del libro “La escuela que nos parió” | |||
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"La desaparición de los guardapolvos blancos de las novelas televisivas infantiles y juveniles contribuye negativamente a la defensa de la educación pública". Recuerdo que dije eso en un congreso educativo en Avellaneda el año pasado y el auditorio se sorprendió. Diría que la audiencia quedó un poco desconcertada, así como diciendo: "Es cierto".
A mi también me resultó raro el comportamiento de la gente, porque ese era un público compuesto por directivos, docentes, preceptores y auxiliares de las escuelas públicas del distrito anfitrión y de la región. Personas que debían haberse dado cuenta de que los chicos con guardapolvo blanco que ellos frecuentaban diariamente ya no estaban en las pantallas de la TV.
Aquella publicidad que cantaba: "Los chicos juegan y juegan, con los zoquetes y con las medias Ciu-da-de-la", sonaba tan antigua como el Himno Nacional. Sin embargo, durante años había funcionado como la imagen y el sonido de que el inicio de clases era inminente: el patio, las chicas y los chicos, los guardapolvos anunciaban la renovada conexión entre maestros y alumnos.
Uno de los escenarios de mi infancia y la de muchos otros fue la Televisión. En blanco y negro, por supuesto, de cinco canales y con un horario bastante más acotado que el actual. La oferta para los chicos no era mucha. Había un resguardo moral, casi parroquial, por la programación. El saludo de un cura constituía el final del día televisivo: Un momento de meditación, en el que muy pocos meditaban. Tocaban el botón de apagado y a apolillar, que mañana hay que laburare ir a la escuela.
Los finales de los 60 y hasta mediados de los 70 fueron, desde mi humilde perspectiva, años de entretenimiento. Me sentaba a ver la tele para almorzar y tras la vuelta de la escuela; después de vaguear un rato con los amigos del barrio.
Ese era entretenimiento televisivo del bueno, claro. Y en todo lo que es bueno, hay una contraparte mala o regular. Existían programas que uno veía con un poco de resignación al principio, para irse enganchando de a poco. Eso me sucedió con Jacinta Pichimahuida, la maestra que no se olvida.
Ahí sí que se veían guardapolvos blancos. Todo era blanco, menos Cirilo Tamayo: el necesario pibe pobre y morocho que cabía perfectamente, como una excepción, en un relato inmaculado.
Jacinta… constituía la descripción de un grado de una escuela pública cualquiera, la representación de una barriada porteña con la que los espectadores podían identificarse perfectamente. Una institución que describía la monotonía social de la clase media, eje de trasformación y de posibilidad de ascenso de clase, conglomerado de pequeñas diferencias que, en extraña paradoja, en lugar de separar, unía. Variaciones pequeñas, pecas, en un rostro social que derramaba lágrimas hacia el alto flameo de la bandera nacional. Aurora.
Jacinta Pichimahuida, la maestra que no se olvida vio la luz en 1966, creada por Abel Santacruz. En aquel entonces, la señorita estuvo interpretada por Evangelina Salazar. Bonita, joven y bella. Y soltera. La idea de llamar señorita a la maestra, precisamente, deviene de la acepción y aceptación social de que la mujer que ejercía el magisterio era soltera, por eso no era señora, sino señorita. Esa caracterización se llevaba como una condición de sacrificio: la mujer que había elegido la docencia, con ella había resignado su matrimonio. Ser maestra era un sacerdocio y como todo sacerdocio incluía el celibato o una conducta cercana a su condiciones y condicionantes. Ahora acaso las cosas son diferentes, pero no desde hace demasiado tiempo.
El concepto de señorita en el imaginario argentino está muy bien desarrollado en el libro de Beatriz Sarlo, "La máquina cultural. Maestras, traductoras y vanguardistas (1998)". Sobre todo en el primer capítulo, denominado "Cabezas rapadas y cintas argentinas", en el que la maestra y luego directora de un establecimiento educativo porteño, Rosa del Río, relata su propia experiencia vocacional.
Señorita significaba, asimismo, la aceptación cultural de una diferencia en años. Los alumnos se paraba al lado del banco y al saludo de ingreso de la maestra, respondían con un alargado "buenos-días-señorita". Todos: alumnos y señorita y también el resto de la directiva escolar, todos de guardapolvo blanco.
Algunos historiadores opinan que el guardapolvo blanco proviene de la etapa higienista y argumentan que ese color, que primero solo usaron los docentes y que también es vestimenta de los trabajadores de la medicina, es buen delator de las incorrecciones. Por ejemplo, de rastros de la tuberculosis, enfermedad que junto con otras pestes a principios de siglo atemorizó a la población urbana fundamentalmente. Pero esa no es la única versión de su origen .
"El guardapolvo blanco es como un signo importante porque oculta las diferencias sociales de origen y coloca al conjunto de los niños en un lugar de igualdad, un punto de partida igualitario, que significa el ingreso a la escuela gratuita, laica y obligatoria", sostiene la investigadora del Conicet y profesora de la UBA, Sandra Carli.
Y así sucedía en Jacinta Pichimahuida. Todo era blanco. Hasta la blancura de Evangelina Salazar, quien en un nuevo lanzamiento de la serie televisiva debió ser reemplazada. Es que la "señorita" había contraído nupcias con el popular cantante de la Nueva Ola, Ramón "Palito" Ortega y así, evidentemente, dejaba atrás su inocencia, su virginidad y, por ende, la blancura indispensable para el papel.
Entonces, el rol de la bondadosa maestra cayó en cuerpo y alma, primero de Silvia Mores y luego (aunque no definitivamente) en el de María de los Ángeles Medrano. Esa es la Jacinta que recuerdan los que pasan los 50.
Dueña de una mirada dulce, de un gris profundo y brillante, esta Pichimahuaida cumplía perfectamente con los requisitos del marketing de la época. Era la señorita perfecta: linda, humilde, comprensiva y con una dosis de exigencia que no se discutía. El aprender estaba ligado a la disciplina y las maestras no estaban en condiciones de desafiar esa verdad, esa herencia sarmientina.
Jacinta representaba una tradición que a la escuela se le escurría entre los dedos. Las maestras eran otras. Tenían sus preocupaciones familiares y existenciales. Y también políticas. Jacinta era el coletazo televisivo de lo que ya casi no existía, una especie de nostalgia para la clase media, siempre un poco conservadora en tiempos de revoluciones.
La señorita Jacinta constituía el eco de una generación que apenas se apoyaba en los recuerdos de las directoras más antiguas. Era ya, por cierto, una antigüedad de la que nadie estaba dispuesto a deshacerse por completo, pero a la que no se remedaba, sino solo en casos excepcionales.
Los tiempos han pasado. Sin embargo, resulta casi imposible olvidar a las maestras que nos enseñaron un poco de todo. Otros problemas han ingresado a las escuelas y ya no alcanza con solo enseñar letras y números; estas señoritas versión siglo XXI también se encargan de darle sentido a la vida de millones de chicos. Entre hacer y no hacer, eligen lo primero. Si escogieran no hacer lo que deben, usted no estaría leyendo y yo, claro, quién sabe por dónde andaría…
(*) Por Reynaldo Claudio Gómez, periodista, docente. Exclusivo para Cadena BA.
11 de septiembre de 2017.
Adelanto del libro "La escuela que nos parió" que será publicado en Marzo 2018.
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