04-05-2024
10-12-2014 | Análisis
"31 años de democracia en el país de las crisis", por Eduardo Capdevila (*)
La justicia, la seguridad y la educación son las áreas más interpeladas en los balances inconscientes que se hacen sobre la democracia. Y hay que estar atentos porque son focos sensibles que crean conciencia desde la cotidianeidad.

La Argentina es vista en la región como el país de las crisis cíclicas cada década. Una crisis por generación según los analistas. Inevitables, frenables, inducidas, infladas o hiperinfladas; pero crisis al fin. Y los que las pagan siempre son los de abajo. Por esa profecía de analistas muchos fogonearon en 2013 la debacle del ciclo empezado en 2003, que se tradujo en la corrida cambiaria del verano de 2014 y la recesión; pero con averías y polémica, el modelo de crecimiento, desarrollo e inclusión con sustitución de importaciones y retenciones a exportaciones, aún la pilotea. Para algunos con más discurso que realidad; con más mística que hechos; con más búsqueda de enemigos para batallas que guerras existentes para otros; pero está, molestando a unos y conformando a otros.

También el país es reconocido como el que padeció la dictadura más brutal, sangrienta y perversa de todos los regímenes de ese tenor que signaron Latinoamérica en las décadas de los 70 y 80; con la temporalidad homogénea de estos procesos en la región no es casual que el terrorismo de Estado haya sido e vehículo para instalar el modelo neoliberal de destrucción del aparato público, endeudamiento, privatizaciones, desindustrialización y anulación de la sindicalización para atomizar reclamos.

Con un país así, las crisis cíclicas son más fáciles de inducir por los grupos económicos y de predecir por los analistas; y las urgencias anulan el pensamiento histórico retrospectivo para entender los procesos históricos. Es más fácil poner el mote de país de las crisis cíclicas. Aunque sus bautizadores no entienden por qué sigue en pie un modelo que recuperó las empresas públicas,  impuso un Estado regulador y alentó el gasto público para la inclusión y la actividad política. No está en su condición entenderlo.

Lo que para unos es la llama a mantener y para otros el incendio a apagar nació de las cenizas del Estado destruido, la sociedad atomizada y la economía desmadrada en un sálvese quién pueda. El gran incendio fue en el caluroso diciembre de 2001: más de 30 muertos en la calle, sin sistema financiero, sin moneda nacional unificada, empresas devastadas, 40 por ciento de pobreza  y la dirigencia política en fuga. Pese al tsunami, el país aplicó los mecanismos institucionales y constitucionales establecidos para salir adelante.

Los pronósticos de antropofagia no se cumplieron. Hubo elecciones, voto popular, reconocimiento de derrotas, militancia y defensa de lo público como máxima representación de la sociedad. El país de las crisis cíclicas no estuvo dispuesto a rifar la enseñanza más dura de su historia. La democracia no se toca. Dejó el "que se vayan todos" para reclamar la aparición de los que no están. Con desafíos y deudas pendientes, volvieron las viejas banderas.

Antes de 2001, la democracia había tenido su momento más duro cuando Raúl Alfonsín tuvo que lidiar con el levantamiento militar carapintada en aquellas recordada Semana Santa de 1987. Pone la piel de gallina ver los registros televisivos de la época. La TV pública transmitía en vivo la marcha de millones de personas en las calles llorando pidiendo democracia mientras la leyenda decía "El presidente habla con los militares". Cuando el jefe de Estado salió al balcón de la Casa Rosada y previo a un silencio sepulcral pronunció el célebre "en Argentina hay democracia, la casa está orden", hubo un desahogo y un llanto que interpelaba a cada alma. Por el futuro y por los ausentes que habían dejado su sangre en el camino.

En el país de las crisis cíclicas la democracia cumple tiene 31 años. A esa edad hoy los jóvenes siguen jugando a la play y estudiando; en 1983, era edad de "viejo pelotudo" con casa propia y familia. Los tiempos cambiaron, hay desafíos pendientes, deudas por saldar y logros por consolidar; y nada será sin el esfuerzo y la paciencia que requieren recorrer el camino del diálogo, el consenso y el respeto a las diferencias que sostienen las instituciones democráticas.

La afrenta más dura que soporta la democracia es la de los discursos que sostienen su inviabilidad como sistema para solucionar los problemas estructurales del país. Sin entrar en la cuestión de las crisis económicas y sus derivaciones sociales, es común escuchar análisis sobre la involución en educación, la crisis de valores y creciente inseguridad.

De estas cuestiones, la que interpela peligrosamente es la de la seguridad. Porque se lanza el latiguillo de la "ausencia del Estado" por la falta transitoria de la Policía en un control o la mala presencia de la fuerza. Es un resabio militarista reducir  la presencia del Estado a la seguridad y focalizar esta última en la represión. Lo mismo ocurre con fallos judiciales que alientan la resocialización, que son cuestionados con un criterio filosófico militarista que reduce la justicia a la  punición y el castigo.

Y en materia de educación, es recurrente el discurso de que "no hay valores", que los chicos "aprenden cada vez menos" y que el gobierno invierte cada vez más en políticas educativas pero "vamos peor". Los discursos sostenidos sobre lógicas de impacto con evaluaciones y encuestas de indicadores de rendimiento se imponen sobre criterios de inclusión.

En definitiva, la justicia, la seguridad y la educación son las áreas más interpeladas en los balances inconscientes que se hacen sobre la democracia. Y hay que estar atentos porque son focos sensibles que crean conciencia desde la cotidianeidad. La frases se repiten como mantra: "acá no hay Estado", "esto es una joda", "la política no sirve", "acá no cambia nada", "antes estábamos mejor" "es al pedo votar"…

Le hacen flaco favor a la historia del país. Siembran hastío y zozobra en una sociedad que es tanguera por excelencia; que pendula entre el exitismo y el fango; creando ídolos para después sacrificarlos en el altar de los medios de comunicación como práctica habitual.

No hay una vacuna contra algunas tristezas del presente. Pero sí la responsabilidad de entenderlas en su contexto e historia. Se frenaron las crisis cíclicas de un modelo de concentración que se forjó a sangre y fuego. Se puede frenar un discurso que afecta las instituciones. Por los 30.000 que no están. Por la historia. Por el futuro

(*) Licenciado en Comunicación Social; docente de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP.