04-05-2024
07-04-2014 | Análisis
El miedo tras el “Estado-seguridad”, por Eduardo Capdevila (*)
El Estado es la máxima representación institucional organizativa de una sociedad, desagregada en tres poderes. Pero el discurso de un aparato cultural que defiende un orden injusto al calor del miedo reduce el Estado a lo policial y la justicia al castigo penal. La génesis de esto.

El Estado es la máxima representación institucional organizativa de una sociedad, desagregada en tres poderes: uno Legislativo que diseña y apruebas las normas; uno Judicial que vela por su cumplimiento y garantías; y un Ejecutivo que gobierna, sometiéndose a controles de los otros. Todo lo derivado de estas instancias, ya sea por acción u omisión, es el Estado.

El orden social y el acceso de cada persona o grupo social a derechos es producto del Estado. El problema es que en sociedades estructuralmente atravesadas por inequidades en el acceso a bienes esenciales se asume la injusticia como parte del escenario social.

No se discute la planificación desigual. Es lógico que quienes viven en el norte tengan mejores servicios que los del sur; que unos tengan asfalto, cloacas y luminarias de neón y los otros barro, aguas servidas y focos con cables pelados. Y tanto los primeros como los segundos incorporan este orden como "natural", aunque para unos es beneficioso y para otros condenatorio. Poner en debate esto es pensar una noción integral de la organización de una sociedad; lo cual no conviene a los que naturalizan la injusticia como herencia; los que circunscriben el Estado a la administración de oficinas públicas.

Cuando aparece una administración de Estado que incorpora a lo público nociones de inclusión de los marginados, brindándoles herramientas para organizarse y entenderse en un proceso histórico de transformación, con un proyecto tendiente a una nueva planificación del orden injusto, aparece la luz amarilla. El discurso dominante advierte: los negros, mestizos e indios gobiernan con resentimiento y crean "la grieta" que pone en riesgo la Nación. Y el orden natural no se toca.

Para lograr esto, se empieza a instalar un discurso tendiente a que los beneficiados por el orden conserven lo logrado como derecho adquirido. Alguien trabaja durante años para comprarse una casa en un barrio con todos los servicios y tener un auto para movilizarse en familia y planificar su futuro; desde su medianía de clase asume lo propio como fruto del esfuerzo personal y quiere recibir protección para conservarlo; no viéndose jamás como receptor de los beneficios de la planificación del Estado que lo llevó a buscar su lugar en el mundo y rechazar otros por temor.

Esto último es lo que sostiene el discurso de la seguridad entendida como prevención del delito y la contención como el grado de penas aplicadas a quienes violan la ley. Pensar la seguridad desde lo emergente es trabajar sobre las consecuencias y olvidarse del origen. La mentada "emergencia en seguridad" que se decretó en Buenos Aires y reclama a nivel nacional algunos sectores, no es otra cosa que cuidar lo heredado del peligro de los postergados.

Desde la lógica administrativista de la "función pública", esto tiene su razón. Quienes más gozan de los servicios públicos del Estado planificado injustamente son los que pagan impuestos y por ende exigen que se cuide ese orden y sobre todo los bienes obtenidos a través del mismo. Si bien la necesidad particular frena la capacidad de pensamiento integral, nadie asume la mezquindad porque es algo naturalizado y esto no se problematiza. "Yo qué culpa tengo de que ellos no tengan trabajo ni casa"; "Yo tengo lo mío y no le robo a nadie"; "Yo no tengo hijos desparramados, si ellos no se cuidan que se jodan"; "Viven así porque quieren"; "Yo pago impuestos para que me cuiden, no para alimentar vagos".

Las frases anteriores se reproducen. Se esparcen como polen de la flor del miedo. Los temerosos en perder lo naturalmente heredado ahora engendraron el monstruo del "linchamiento". Los más beneficiados por el Estado pensado como planificador del orden social matan a patadas a quienes lo pone en riesgo robando. Argumentan que "no hay Estado", reduciendo el Estado a la presencia policial. Los promotores de estas prácticas salvajes saben que penalmente las responsabilidades individuales se diluyen en lo colectivo y no reciben condena.

El discurso de un aparato cultural que defiende un orden injusto al calor del miedo reduce el Estado a lo policial y la justicia al castigo penal. El resto del Estado son ñoquis sin representatividad. Es difícil para los actores políticos no responder a esto, porque el discurso asocia la legitimidad a la capacidad de respuesta a estas demandas. Inclusive terminan subiéndose a la ola del Estado-seguridad quienes no lo comparten plenamente. Como reza la canción de Joan Manuel Serrat, tal vez hoy "se echó al monte la utopía/perseguida por lebreles que se criaron en su rodilla/y que al no poder seguir su paso la traicionaron/ son partidarios del negociado de sueños dentro de un orden".

(*) Periodista, docente de la Facultad de Periodismo de la UNLP.