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"El recuerdo del “profesor” Katz" por Eduardo Capdevila (*) | |||
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No hay epitafio que haga honor a ninguna vida. Pero si la vida a recordar es de un amante de la escritura y voraz investigador de bibliotecas y archivos, tal vez unas líneas con una corta evocación no estén de más.
Cuando conocí a Ricardo Santiago Katz, a finales de 1998, ví en él la paz pueblerina que había signado mi infancia. Encontrarlo por la calle o de visita en la redacción de noticias era un paréntesis en la vorágine. Era inevitable descansar en la calma de sus ojos de mar profundo. Y caminar a su lado casi arrastrando los talones eran una invitación a la siesta; o a una charla de mate en mano, signada por anécdotas de vida y fantasías.
A ambos nos unía el haber adoptado a La Plata como ciudad de vida. Pero en el caso de Katz, la ciudad lo adoptó a él; demostraba amor a cada rincón, sus instituciones, tradiciones y cultura, al punto de lamentarse de quienes la menospreciaban comparándola con Capital Federal. Y digo "lamentarse", porque en el tipo parecía no haber lugar para el enojo; si alguien no tenía tiempo para él o lo ignoraba, lo aceptaba y seguía adelante. Con la tranquilidad de los sabios peron sin sentirse jamás satisfecho; siempre había algo por visitar y de lo que escribir en la ciudad.
En tiempos de Google y Wikipedia, lo de Katz era artesanal; era humano. Escudriñó rincones de bibliotecas, archivos, museos y clubes de La Plata en busca sus historias. Y en cada lugar donde fue ayudado retribuía a las personas con algunas masitas o el detalle invalorable de un abrazo y su mirada pura.
Era un maestro de la vida pero le gustaba que le dijeran "profesor". Me detengo en la etimología de la palabra, que viene de "profesar" una actividad con amor y compromiso. Y recuerdo sus anécdotas enseñando en escuelas rurales y en otras de comunidades indígenas; era un profesor con todas las letras.
Insistía en que los docentes deben prestar más atención "a los pibes" porque "ellos tienen mucho para dar". Y profesaba con el ejemplo su admiración a los jóvenes. En diciembre de 2000 salió caminando a recorrer barrios donde adolescentes construían muñecos de fin año; se puso a ayudarlos y retrató su labor. Les dedicó dos rollos de su vieja cámara de fotos; lo de él era artesanal.
No era el estereotipo de escritor de estos tiempos. Sus primeros libros los diagramaba él mismo en la casa; para ahorrar la tarea de diseñador y aprender. Y ponía dinero de su bolsillo para la imprenta; y personalmente los repartía, con amor propio y en paz.
En tiempos de computadoras, archivos en pen drive y buc up en la nube, Katz andaba con sus trabajos por la calle en papeles protegidos por una bolsa de polietileno.
Tampoco le gustaba la formalidad. Siempre vestía sandalias de goma, pantalones holgados pullóveres estirados. Y la mirada en alto. Una vez, cuando nos invitaron a una feria a presentar un libro que tuve el honor de prologarle, me puse camisa y zapatos y hasta me preocupé por mi pelo largo; y al llegar al estrado lo veo a Santiago de sandalias, pantalón pescador y camisa con tres botones desprendidos, brindándome una sonrisa y sus ojos de cielo.
Sin violencia verbal pero con la firmeza del quebracho, Ricardo era justiciero. Recuerdo su reclamo a alguna autoridad de un medio de comunicación por un maltrato a un aprendiz de la redacción; y su retiro del lugar con la cabeza levantada y la mirada firme.
A ese tipo que algunos comparaban con el querido Minguito encarnado por Juan Carlos Alvavista; a esa persona que caminaba chancleteando las sandalias entre tilos y diagonales munido de una bolsa con saberes como patrimonio; a ese hincha fanático de Boca con el que hasta jugué al fútbol una noche de cervezas; a ese tipo lo extrañarán las calles; donde haya paz, estará Santiago. El profesor. Gracias por su tiempo Ricardo.
(*) Profesor de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP y periodista que prologó el libro "Periodismo platense. Génesis y evolución", editado en 2004
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